A finales de agosto, en estas fechas, pasa algo que mí me encanta: florecen los magnolios. Árboles desnudos que, todavía en pleno invierno, sueltan botones blancos, púrpuras y rosados y con ello gritan, como los suplementeros de antaño: «¡Se acaba el invierno, señores! ¡Tiene los días contados! ¡Se acaba el invierno!». Yo no sé qué piensan ustedes, pero a mí, eso me parece una excelente noticia.
En esta misma época, pero en 1939, hace ochenta años, un carguero francés, fletado por el Gobierno Español en el Exilio, y patrocinado por el Gobierno de Chile, salió de Burdeos con dos mil ciudadanos españoles rumbo a los confines del mundo: el Winnipeg.
En España y todo Europa, comenzaban a soplar los vientos helados ("winter is comming"); se acercaba el invierno y una nueva guerra, una que sería más grande y mucho más terrible que la lucharon entre sí los españoles entre 1936 y 1939. Estos hombres, mujeres y niños partirían, dejándolo todo atrás porque lejos, muy lejos, en un lugar llamado Chile —del que no tenían mucha idea de cómo era ni dónde quedaba—, un grupo de personas, afortunadamente poderosas, los querían.
La historiografía y la literatura le reconocen gran parte del mérito al Presidente de la República, Pedro Aguirre Cerda, y a Pablo Neruda. El poeta, quien dedicaba por esos días sus horas a escribir lo que fue su Canto general y cuya adhesión política lo sentaba junto a los combatientes derrotados por Franco, acudió al mandatario con la intención de dar asilo a exiliados españoles. El mismo Neruda dedica buena parte de sus memorias a este episodio de su vida. Relata la buena recepción, el entusiasmo, del presidente radical: «Sí, —habría sido su respuesta— tráigame millares de españoles. Tenemos trabajo para todos. Tráigame pescadores, tráigame vascos, castellanos, extremeños». Había, también y sin embargo, quienes se oponían a la medida. Los debates parlamentarios y en los medios de comunicación fueron duros: El Diario Ilustrado hablaba de la cesantía y de los problemas de salud pública y un diputado calificó a los "rojos" de «ladrones y asesinos». El Gobierno enfrentaba la crisis que desató el terremoto de Chillán y tuvo defender su decisión con ahínco y propaganda.
La Guerra no pudo ser otra cosa que un calvario, para los que la pelearon en el frente y para los que la sufrieron en los pueblos y ciudades. La derrota obligó a cientos de miles a escapar, con una mano por delante y otra por detrás, desertores solitarios y familias enteras cruzaron los Pirineos huyendo. Algunos deambularon por pueblos y ciudades, los más fueron confinados en campos de refugiados en todo Francia y el norte de África.
Instalado en la Embajada de Chile en París, Neruda hizo la pega. Había repartidos medio millón de españoles en territorio galo y solo dos mil cupos en el barco. No puede haber sido sencillo conciliar el mandato del Gobierno chileno, "tráigame hombres capacitados", con los ruegos de hombres con familia, las presiones de los representantes de los partidos políticos españoles y su propio sesgo.
Con todo, el Winnipeg zarpó el 4 de agosto, cuatro meses después de haberse declarado el fin de la Guerra y fijó proa al oeste, emulando la ruta que hizo Colón en 1492 y que tantos millares de peninisulares siguieron durante cuatro siglos, surcando el océano Atlántico rumbo a un nuevo mundo.
Dos mil cuatro fueron finalmente los que abordaron el Winnipeg: mil doscientos noventa y siete hombres, trescientas noventa y siete mujeres y trescientos diez niños y niñas.
Zarparon de Burdeos, en el norte de Francia, y la primera parte de recorrido fue a través del mar Cantábrico, como dándole a este grupo la oportunidad de escudriñar el horizonte a babor y despedirse de España, de la España que habían soñado y por la que muchos de ellos pelearon en la Guerra. Muchos no volverían nunca más.
Aún en el Atlántico, los pasajeros del Winnipeg hicieron escala en Guadalupe para reabastecerse, se cruzaron con un buque alemán y se enteraron del pacto de no agresión entre la Unión Soviética de Stalin y la Alemania Nazi de Hitler. Luego, estuvo cuatro días esperando atravesar el Canal de Panamá. Durante la espera, casi hubo un motín a bordo, liderado por un grupo de vascos, porque se corrió el rumor de que el barco regresaría a Francia, requerido por la Armada francesa que se preparaba para la guerra que venía. En realidad, lo que ocurrió es que los encargados no habían pagado los derechos para cruzar el Canal. Ya en el Pacífico, el barco bordeó las costas de Colombia, Ecuador y Perú hasta que ancló, el 30 de agosto, frente a Arica. Aquel fue el primer contacto que los españoles del Winnipeg tuvieron con Chile. Allí, se realizó la primera inspección de las autoridades chilenas. Había dieciséis pasajeros más de los que embarcaron en Burdeos. Dos de ellos nacieron durante el viaje, había quince polizontes (doce españoles, dos guadalupenses y un chileno) y hubo uno que murió y fue sepultado en altamar. En Arica se quedaron veinticuatro hombres y el barco retomó su viaje al sur, hasta su destino final: el puerto de Valparaíso. Llegaron dos días más tarde: la noche del 2 de septiembre. Casi enterando un mes de viaje, el Winnipeg atracó frente a aquella ciudad que colgaba de los cerros. Dicen que aquella fue la noche más larga de todas.
En las memorias de Leopoldo Castedo —uno de los españoles del Winnipeg más reconocidos públicamente— hay un pasaje, un recuerdo suyo de aquella noche.
Dice:
«No olvidaré nunca las palabras de una niña de unos diez u ocho años que escuché, sin que ella lo sospechara, acodado en la baranda y contemplando el extraordinario panorama: "Mamá, cuando estábamos en Madrid, nos echaron a Valencia; y cuando estábamos en Valencia nos echaron a Barcelona. De Barcelona nos echaron a Francia y de Francia a Chile, que dicen que está en el fin del mundo. ¿Cuándo nos echen de Chile, a dónde nos vamos a ir?"».
A la mañana siguiente, el domingo 3 de septiembre, los españoles del Winnipeg pisaron tierra chilena y rápidamente comenzaron a desperdigarse. Veinticuatro ya habían desembarcado en Arica, seiscientos se quedaron en Valparaíso y el resto tomó el tren a Santiago; algunos se fueron bajando en el camino, en Villa Alemana, en Llay Llay, en La Calera; luego unos partieron a Antofagasta, otros a Rancagua, a Concepción, a Chillán... Todos a buscar trabajo y a echar raíces.
Uno de esos españoles del Winnipeg era Laureano Miranda, mi bisabuelo, natural de Castro Urdiales; que subió al barco familia a cuestas: su mujer Asunción García y nueve hijos: Miguel, Rafael, Leonardo, Elena (mi abuela), Virginia, María Teresa, Paco, Isabel y Rosario. Salieron de España cruzando los Pirineos, Asunción y los niños estuvieron en un campo de refugiados en Le Havre, bajo amenaza de ser repatriados. Él hizo los trámites, hizo peticiones, recorrió oficinas, se entrevistó con Neruda, hinchó hasta conseguir los pasajes. Como no tenían permiso de las autoridades francesas para viajar, no les permitían dejar el campamento. Los raptó y recorrieron seiscientos cincuenta kilómetros en un taxi hasta Burdeos, subieron al barco, viajaron a Chile y se quedaron en Valparaíso. Los niños crecieron, se casaron y tuvieron hijos, treinta y ocho en total; que a su vez, tuvieron setenta y cinco hijos. Y uno de ellos soy yo.
Así, solo puedo agradecer lo bueno y lo malo: la guerra, el éxodo, la generosidad del Gobierno de Pedro Aguirre Cerda y del pueblo chileno porque a esa pequeña que recuerda Castedo, que perfectamente pudo haber sido mi abuela o alguna de sus hermanas, no la echaron nunca. Porque, cuando florecieron los magnolios en 1939, el Winnipeg navegaba y Chile recibió a esa niña con la noticia de que un largo invierno llegaba a su fin.


Ayer se cumplieron ochenta años de la llegada del Winnipeg a Chile. Este texto lo compartí hace un par de semanas con la Colectividad Cántabra de Chile, en un almuerzo homenaje a los migrantes cántabros que llegaron en esta ocasión, entre ellos mi abuela.