Eso decía la Mimi, con voz severa y el ceño fruncido, quizás hasta realmente enojada, cuando éramos niños y recorriendo, paseando, jugando por los caminos de Las Brujas arrancábamos una ramita, una hoja o una flor de cualquier planta. Entonces, yo lo escuchaba de parte de una señora cascarrabias que no entendía que yo quería jugar a ser un espadachín con la ramita esa del árbol.

Pero el tiempo, la vida, nos va ofreciendo nuevas perspectivas de las cosas. Y esa frase, «Oye, ¿y tú crees que a las plantas no les duele eso?», tiene hoy día, en que vinimos a despedimos, otro sentido muy diferente al que tenía entonces.

Tuve la buena fortuna, que comparto con mis primos y hermanos, de haber tenido tanta vida con la meme. Son tantos años de abuela, que hay piezas de niñez, de juventud y de adultez en el puzzle que terminamos ayer con la Mimi. Una es esas navidades en Talagante, al pie de esos pinos enormes decorados solo con adornos plateados. Otra son las Pascuas pintando huevitos con búsquedas interminables de canastos escondidos por todo el jardín. Otra, los domingos calurosos en la piscina con el agua más fría de la vida. La pieza de cuando aprendí que su nombre era Josefina; la de los almuerzos multitudinarios bajo el parrón; la de esas siestas de domigo por la tarde; esa en que nos reíamos de sus chistes con doble sentido; la de los 'espehle' y la de lo costillares al horno con kartoffelklöße y rot kohl; la de mis hijos abrigados con chalequitos tejidos a mano; las de esos juegos de canasta y esas en que encontramos la última pieza de un puzzles debajo de la cama.

Nos quedamos con su risa, con sus chistes, con sus retos, también; con sus miradas con las que decía tanto, con sus sabores, con su preocupación infinita por los demás, con su abnegación, con sus «miravetú» y sus dichos en alemán con respectivas traducciones. Son tantas cosas las que nos marcaron a todos y a cada uno de los que estamos aquí, tantas las razones que nos trajeron aquí un domingo a la hora de almuerzo, como siempre.

Sobrevivió tres terremotos, para llegar a los 97 años mejor de lo que cualquiera de nosotros podría soñar. Hasta que llegó ese punto en que ya vivir no tiene mucha gracia. Un periodo corto, por fortuna, durante el que nunca se quedó sola porque cosechó lo que sembró y cultivó toda su vida con el mismo cariño y cuidado con que cultivaba sus rosas.

Ahora de grande y en este momento, ese primer recuerdo –«Oye, ¿y tú crees que a las plantas no les duele eso?»–, lo entiendo de otra manera: aunque las personas no somos plantas, sí nos duele cuando nos arrancan una Mimi.